Esta historia sucedió cerca de la comuna de San Gregorio, en una estancia cuyo nombre no recuerdo.
Un día a un señor le dijeron que en el puesto donde él pensaba ir a trabajar, se sentían cosas raras en la noche. El señor no hizo caso de estos sabios consejos de los hombres del campo y fue al puesto. La primera noche durmió bien. Al otro día, desde su cama, al amanecer, sintió unas manos invisibles que ponían a calentar el agua para el desayuno. Y se dijo ¡es sólo mi imaginación!
Muchas mañanas, al clarear el alba, se escuchaban pasos de caballos con ese galopar seguro y tranquilo del que inicia sus labores, luego el jinete desmontaba y amarraba su corcel al palenque. En medio del temor y la angustia, el señor se levantaba a mirara por la ventana. El sol nacía a las orillas del cielo y no había nada, ni nadie. Aquello sucedía tantas veces, que daba la sensación de que el puesto y el trabajo eran compartidos. Un día el señor, tomó sus aperos y perros y se marchó.
Pasaron veranos e inviernos y los perros trabajaban de paso en el puesto y luego de un tiempo, también se marchaban. Una primavera, cuando las flores se abren tibiamente al sol, el dueño del poderoso imperio ganadero mandó a desarmar el puesto y cual no sería la sorpresa a todos cuando encontraron debajo de la vieja casa el cuerpo sin vida de un hombre, que tal vez lo único que pedía era cristiana sepultura o bien que lo dejasen vivir tranquilamente en esas soledades, en su casa, en el puesto.