La limpieza y el cuidado ambiental, por sí mismos, son asuntos importantes para todos. No obstante, la práctica de separación en la escuela conlleva una serie de aprendizajes que, a la larga, son relevantes.
Un estudiante que se ha acostumbrado a usar un recipiente específico para arrojar cada tipo de material, seguramente llegará a preguntarse por qué en casa no funcionan las cosas de la misma manera. Con algo de suerte él será promotor de estas prácticas o las establecerá cuando tenga su propia vivienda.
Los escolares —y también muchos de los trabajadores académicos y administrativos que conservamos hábitos un tanto montaraces— aprenden que, en buena medida, el ambiente de trabajo es producto del esfuerzo propio y del de los demás. Hay una acción comunitaria que, por mejorar, es apreciada y quizá ejercida en otros ámbitos de la vida.
El tema es la basura pero, en la práctica, hacemos nuestras las nociones de convivencia con respeto a los demás y a uno mismo. Como muchas otras cosas, también lo cultivado en el centro educativo suele suplir aquello que no conocimos en casa o a lo que se le dio poca importancia.
Sin que sea el objetivo, por el solo hecho de separar, la institución podrá disponer ventajosamente del desperdicio que por fuerza produce la colectividad. El papel limpio y seco tiene, aunque mínimo, un valor; lo mismo con el resto de materiales que, eventualmente, participan en procesos de reciclamiento o reutilización.
Recursos que no tienen afán de lucro, sino que podrían ser útiles para mejorar paulatinamente los procesos de recolección apropiada.
Establecer métodos de separación de basura es conveniente desde todos los puntos de vista y la inversión es mínima, ya que el ingenio nos permite encontrar las más variadas opciones. No hacerlo sólo es explicable por la indolencia institucional.